Enseñanzas

Las Dos Semillas

«Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos; uno de la esclava, el otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la carne; mas el de la libre, por la promesa» (Gálatas 4:22, 23).

Abraham tuvo dos hijos. Ismael e Isaac fueron, por encima de toda duda, verdaderos hijos de Abraham. Pero uno de ellos heredó la bendición de] pacto, y el otro fue sencillamente un próspero hombre M mundo. ¡Fíjese el lector lo cerca que estuvieron estos dos! Los dos nacieron dentro de la misma sociedad, llamaron «padre» al gran patriarca, y habitaron en el mismo campamento que él. Pero, a pesar de ello, Ismael fue un extraño al pacto, mientras que Isaac fue el heredero de la promesa. ¡Cuán poco hay en la sangre y el nacimiento!

Un incidente aún más sorprendente que éste sucedió poco tiempo después, porque Esaú y Jacob nacieron de la misma madre en un mismo nacimiento, pero está escrito: «A Jacob amé y a Esaú odié.» El uno fue un hombre lleno de gracia, pero el otro fue un profano. ¡Así de cerca pueden estar dos personas, pero a pesar de ello estar distantes y separados! Es cierto, pues no solamente estarán dos en una misma cama, y el uno será tomado y, el otro se quedará, sino que dos entrarán en el mundo en el mismo nacimiento v uno de ellos tendrá su herencia en Dios, y, el otro venderá su primogenitura por algo de comer. Puede que asistamos a la misma iglesia, que seamos bautizados en la misma agua, estar sentados juntos a la mesa del Señor, cantando el mismo salmo y ofreciendo la misma oración, pero es posible que pertenezcamos a dos razas tan opuestas como son la semilla de la mujer y la semilla de la serpiente.

Pablo habla acerca de los dos hijos de Abraham como de dos razas de hombres, que se parecieron mucho, pero que fueron muy diferentes. Son muy diferentes en su origen. Los dos fueron hijos de Abraham, pero Ismael, el hijo de Agar, fue el vástago de Abraham bajo condiciones ordinarias, naciendo de la carne, pero Isaac, el hijo de Sara, no nació por la fuerza de la naturaleza, ya que su padre tenía más de cien años y a su madre le había ya pasado la edad. Fue dado a sus padres por el Señor y nació según la promesa, por medio de la fe. Ésta es una importante distinción, y destaca al auténtico hijo de Dios de aquel que lo es solamente por profesión. La promesa se encuentra al fondo de la distinción, y el poder que hace realidad la promesa crea y mantiene la diferencia. Por tanto, esa misma prueba, que es nuestra herencia, es al mismo tiempo nuestra prueba y piedra de toque.

Hagamos uso de la prueba de inmediato viendo si hemos sido forjados por el poder que hace real la promesa. ¿Cómo se convirtió usted? ¿Fue por sí solo, por la persuasión de los hombres, por la excitación carnal o fue por la operación del Espíritu de Dios? Usted afirma haber nacido de nuevo. ¿De dónde vino ese nuevo nacimiento? ¿Vino de Dios como consecuencia de su eterno propósito y, de la promesa, o vino de usted mismo? ¿Fue acaso su vieja naturaleza intentando mejorar y esforzándose por alcanzar una forma superior? Si es así, es usted Ismael. ¿0 fue que, estando espiritualmente muerto, sin fuerza alguna para elevarse por encima de su estado de perdición, fue usted visitado por el Espíritu de Dios, que hizo uso de su energía divina haciendo posible que entrara en usted la vida celestial? Entonces es usted Isaac. Todo dependerá del comienzo de su vida espiritual y la fuente de donde proceda esa vida. Si empezó usted en la carne, ha continuado en la carne y la carne en usted morirá.

¿No ha leído usted nunca: «Lo que es nacido de la carne, carne es»? Antes de que pase mucho tiempo la carne perecerá y de ello recogerá usted su corrupción. Solamente lo que es «nacido del Espíritu es espíritu». Lo maravilloso es que el espíritu vivirá y de él podrá usted recoger una vida abundante y eterna. Tanto si es usted un catedrático de religión como si no, le suplico que se pregunte a sí mismo: ¿He sentido yo el poder del Espíritu de Dios?

¿Es la vida que brota de su interior el resultado de la fermentación de sus propios deseos naturales? ¿0 es un nuevo elemento, infundido, impartido e implantado desde lo alto? ¿Es su vida espiritual una creación celestial? ¿Ha sido usted recreado en Jesucristo? ¿Ha nacido usted de nuevo por el poder divino?

La religión corriente es la naturaleza dorada por una fina capa de lo que se cree que es la gracia. Los pecadores se han dado brillo, y se han cepillado de encima lo peor del óxido y de la porquería, y creen que su antigua naturaleza ha quedado tan bien como nueva. Este repaso y arreglo del antiguo hombre está muy bien, pero dista mucho de lo que se necesita. Puede usted lavar todo lo que quiera el rostro y las manos de Ismael, pero no puede usted convertirlo en Isaac. Se puede mejorar la naturaleza, y cuanto más lo hagamos, tanto mejor para ciertos propósitos temporales, pero no es posible elevarlo al nivel de la gracia. Hay una distinción en cuanto al origen entre el arroyo que se eleva de entre el lodazal de la humanidad caída y el río que procede del trono de Dios.

No hemos de olvidar que fue el mismo Señor: que dijo: «Debes nacer de nuevo.» Si usted no ha nacido de nuevo, de lo alto, por mucho que vaya a la iglesia o a la capilla, no le servirá para nada. Sus oraciones y sus lágrimas, todas sus lecturas de la Biblia y todo lo demás, que solamente viene de usted, sólo puede guiarle de nuevo a usted mismo. El agua se elevará de modo natural hasta la altura de su fuente original, pero no más, y lo que comienza con la naturaleza humana se elevará a dicha naturaleza humana, pero no podrá alcanzar la naturaleza divina. ¿Fue su nuevo nacimiento algo natural o sobrenatural? ¿Fue el resultado de la voluntad del hombre o de Dios? Mucho dependerá de la respuesta que dé usted a esta pregunta.

Entre el hijo de Dios y el mero catedrático hay una distinción en cuanto al origen de la clase más importante. Isaac nació conforme a la promesa. Ismael no fue de la promesa, pero, como es natural, fue de la naturaleza. Donde basta la fuerza de la naturaleza no hay promesa, pero cuando la energía humana fracasa entonces es cuando entra en juego la palabra del Señor. Dios había dicho que Abraham tendría un hijo de Sara, y Abraham lo creyó y se gozó por ello, y su hijo Isaac nació como resultado de la promesa divina, por el poder de Dios. De no haber habido una promesa, tampoco habría nacido Isaac, y no puede haber ningún creyente auténtico aparte de la promesa de la gracia y la gracia de la promesa.

Amable lector, permítame preguntarle acerca de su salvación. ¿Ha sido usted salvo por lo que ha hecho? ¿Es su religión el producto de su propia fuerza natural? ¿Se siente usted a la altura de todo lo que requiere esa salvación? ¿Se considera usted en una situación feliz y segura por su excelencia natural y su capacidad moral?

Entonces sigue usted el mismo camino que Ismael y no obtendrá usted la herencia, porque la herencia celestial no es una herencia conforme a la carne, sino a la promesa.

Si usted dice, por otro lado: «Mi esperanza está depositada solamente en la promesa de Dios. Él ha hecho esa promesa por medio de la persona de su Hijo Jesús para todos los pecadores que quieran creer en Él, y yo creo; por lo tanto confío y creo en que el Señor cumplirá su promesa y me bendecirá. Yo busco las bendiciones celestiales, no como resultado de mis propios esfuerzos, sino como el don gratuito de Dios a los hombres culpables, por medio del cual dio a su Hijo Jesucristo para que venciese al pecado y para que trajese su justicia eterna a favor de los que no la merecen», entonces es una manera diferente de hablar de la que usaron los ismaelitas, que dicen: «A Abraham tenemos por padre.» Usted ha aprendido a hablar como lo hizo Isaac, y aunque la diferencia podrá parecer pequeña a los descuidados, es realmente importante. Agar, la madre esclava, fue una persona muy diferente a Sara, la princesa. La primera no recibió la promesa del pacto, pero a la segunda pertenece la promesa para siempre jamás. La salvación por las obras es una cosa, y la salvación por gracia es otra. La salvación que depende de la fortaleza humana es muy diferente a la que depende del poder divino, y la salvación que es el resultado de una resolución nuestra es totalmente contraria a la salvación que se basa en la promesa de Dios.

Sométase a sí mismo a este interrogatorio y averigüe a qué familia pertenece. ¿Es usted descendiente de Ismael o de Isaac?

Si se encuentra usted con que es como Isaac, nacido según la promesa, recuerde que su nombre es «risa», porque ésa es la traducción del nombre hebreo Isaac. Por tanto, gócese con un gozo innegable y lleno de gloria. Su nuevo nacimiento es algo maravilloso. Si tanto Abraham como Sara rieron al pensar en Isaac, ciertamente puede usted hacerlo al pensar en sí mismo. Hay momentos en los que, si me quedo solo y me pongo a pensar en la gracia de Dios para conmigo, que soy la más indigna de todas las criaturas, me entran ganas de llorar y reír al mismo tiempo, de puro gozo por haberme mirado el Señor con amor y favor. Sí, y todo hijo de Dios debe de haber sentido la obra de Isaac en su propia alma, llenando su boca de risa, porque el Señor ha hecho grandes cosas con él.

Fíjese muy bien en la diferencia que existe entre las dos semillas desde el comienzo mismo.

Ismael desciende del hombre y por el hombre. Isaac viene por medio de la promesa de Dios. Ismael fue el hijo carnal de Abraham, y aunque Isaac también fue su hijo, pero intervino el poder de Dios, y de la debilidad de sus padres se ve con claridad que él es Señor, pues concedió un don según la promesa. La verdadera fe es, sin lugar a dudas, el acto de un hombre que se ha arrepentido, pero tanto la fe como el arrepentimiento pueden describirse, con toda certeza, como la obra de Dios, de la misma manera que Isaac es el hijo de Abraham y de Sara, pero es, sobre todo, el don de Dios. El Señor nuestro Dios, que nos pide que creamos, también nos da la capacidad para hacerlo. Todo lo que hacemos de manera aceptable es obra del Señor; sí, la misma voluntad para conseguirlo es obra suya. No hay religión que valga nada si no es esencialmente lo que fluye del corazón del hombre, pero debe, al mismo tiempo, de ser, sin duda alguna, la obra del Espíritu Santo que mora en Él.

¡Oh amigo, si lo que hay en usted es algo natural, y sólo natural, no le salvará! La obra interna debe de ser sobrenatural y debe proceder de Dios o se perderá la bendición del pacto. Usted podrá vivir bajo la gracia, de la misma manera que Isaac fue verdaderamente hijo de Abraham, pero será aún más de Dios, porque la «salvación es del Señor». Hemos de nacer de nuevo, pero de lo alto. Y siempre que se trate de nuestros sentimientos y acciones relacionadas con la religión, hemos de poder decir: « Señor, tú eres el que realizas todas las cosas en nosotros.»


Diferentes Esperanzas

«Y en cuanto a Ismael, también te he oído; he aquí que le bendeciré, y le haré disfrutar y multiplicar mucho en gran manera; doce príncipes engendrará, y haré de él una gran nación. Mas yo estableceré mi pacto con Isaac, el que Sara te dará a luz por este tiempo el año que viene.»

No es algo maravilloso el que dos personas que eran tan diferentes como fueron, en su nacimiento y su naturaleza, Ismael e Isaac fuesen totalmente diferentes en sus esperanzas. Para Isaac la promesa se convirtió en el centro de su vida, pero Ismael no se dejó influir por ella, ya que aspiraba a cosas superiores, porque era el hijo natural de uno de los hombres más importantes, pero Isaac buscaba cosas que eran incluso más elevadas, porque era el hijo de la promesa, y el heredero del pacto de la gracia que el Señor había establecido con Abraham.

Ismael, con su atrevido y arrojado espíritu, pretendió fundar una nación que no fuese jamás sometida, una raza indomable como el asno del desierto, y su deseo ha sido ampliamente concedido, pues los beduinos árabes de nuestros días son copias fidedignas de su gran antepasado. Ismael consiguió, en la vida y en la muerte, ver realizadas las estrechas esperanzas terrenales que había buscado, pero su nombre no ha quedado escrito en los pergaminos de aquellos que vieron el día del Señor, y que murieron con la esperanza de la gloria. Isaac, por otro lado, vio el futuro lejano, hasta el día de Cristo, y buscó una ciudad que tenía fundamentos, cuyo Hacedor y Arquitecto es Dios.

Ismael, al igual que le sucedía a Pasión en el «Peregrino», tenía sus mejores cosas aquí en la tierra, pero Isaac, al igual que Esperanza, confiaba que las mejores cosas vendrían en el futuro. Sus tesoros no estaban ni en la tienda ni en los campos, sino en las «cosas aún no vistas». Él había recibido la gran promesa del pacto, y en ella supo encontrar mayores riquezas que en los rebaños de Nabaiot. Había brillado para él la estrella de la promesa, y esperaba un atardecer colmado de bendiciones cuando llegase la plenitud del tiempo que había sido determinado. La promesa actuaba de tal modo en él que dirigía el curso de sus pensamientos y de sus anhelos. ¿Le sucede a usted lo mismo, lector? ¿Ha recibido y abrazado usted la promesa de la vida eterna? ¿Está usted, por tanto, esperando aquellas cosas que aún no se ven? ¿Tiene usted la capacidad como para ver lo que nadie puede ver, más que los que han creído en la fidelidad de Dios? ¿Ha abandonado usted la rutina de las actuales percepciones sensuales para seguir el camino de la fe en lo que se refiere a lo que no se ve y a lo eterno?

No hay duda de que la esperanza de ver cumplida la promesa y el gozo que derivaba de esa esperanza influyó la mente y el pensamiento de Isaac, de modo que fue un hombre de temperamento y espíritu calmado, y no se debatió en la inquietud y en las luchas. Entregó el presente y esperó el futuro. Isaac sentía que por haber nacido conforme a la promesa, Dios habría de bendecirle, y que habría de cumplir la promesa que había hecho respecto a su persona; por ello permaneció con Abraham y se mantuvo alejado del mundo exterior. Él supo esperar con confianza, y tener la paciencia para saber que tendría la bendición de Dios. Tenía puesta la mira en el futuro, en aquella nación que aún no existía, en la tierra prometida, y la promesa, aún más gloriosa, del Mesías, en el cual todas las naciones de la tierra serían benditas. Para todo ello puso su confianza en Dios solamente, juzgando sabiamente y sabiendo que el que había hecho la promesa se aseguraría él mismo de que se cumpliese. Pero no dejó de ser atractivo por causa de esta fe, aunque tampoco dio muestras de una confianza en sí mismo que era algo muy aparente en el caso de Ismael. Era enérgico a su modo, con una confianza tranquila en Dios y una paciente sumisión a su voluntad suprema. Año tras año siguió adelante, con una vida apartada, y se enfrentó desarmado con los peligros que le amenazaban por causa de otros pueblos circundantes que eran paganos. Peligros con los cuales se enfrentó Ismael con su espada y con su arco. Su confianza estaba depositada en Aquel que había dicho: « No tocarás a mi ungido y a mis profetas no dañarás.» Era un hombre de paz y vivía tan seguro como su hermano, que era un guerrero. Su fe en la promesa le daba la esperanza de la seguridad, incluso la seguridad misma, a pesar de que el cananeo estaba todavía en la tierra.

Así es cómo obra la promesa en nuestra vida presente, elevando nuestros espíritus, con una vida por encima de todo lo que nos rodea, permitiéndonos disfrutar de la paz mental, con un pensamiento celestial. Isaac encuentra su arco y su espada en su Dios, Jehová es su escudo y su enorme recompensa. Sin tener ni unos metros de terreno de su propiedad, viviendo como un transeúnte y extraño en la tierra que Dios le había dado mediante la promesa, Isaac se sintió satisfecho de poder vivir descansando en dicha promesa y considerarse a sí mismo rico en las bendiciones venideras. Su espíritu, sorprendentemente tranquilo y ecuánime, a pesar de llevar una vida terrenal peregrina, como la de sus antepasados, tenía su origen en su fe sencilla en la promesa del Dios que nunca cambia. La esperanza, alimentada por la promesa divina, afecta toda la vida del hombre en sus pensamientos más íntimos, en su forma de ser, en sus sentimientos, puede parecer de rrienos importancia que el debido comportamiento moral, pero la verdad es de suma importancia no solamente por sí misma, sino por la influencia que ejerce sobre la mente, sobre el corazón y toda la vida. La esperanza secreta del hombre es una prueba más auténtica de su condición delante de Dios que todos los hechos de un solo día o, incluso, las devociones públicas de todo un año. Isaac sigue su vida santa y tranquila hasta que se hace viejo y se queda ciego y cae dormido con paz, confiando en su Dios, que se le había revelado, y le había llamado para que fuese su amigo, diciéndole: «Habita en esta tierra y yo estaré contigo y te bendeciré, y todas las naciones de la tierra serán benditas en tu simiente.»

El hombre viene a ser exactamente lo que son sus esperanzas. Si su esperanza descansa en la promesa de Dios, estará, o debiera de estar, bien su vida.

Lector, ¿cuáles son SUS esperanzas? «Yo», dice uno, «estoy esperando a que se muera un familiar mío, v entonces seré rico. Tengo grandes esperanzas». Otro deposita su confianza en su creciente negocio, y un tercero tiene grandes esperanzas depositadas en una especulación prometedora. Las esperanzas que pueden cumplirse en un mundo pasajero son puras burlas. Aquellas esperanzas que no llegan más allá de la tumba son pobres ventanas para el alma que mira a través de ellas. Bendito el que cree en la promesa, y tiene la seguridad de que se cumplirá en el momento oportuno, dejando todo lo demás en las manos de la infinita sabiduría y amor. Semejante esperanza resistirá todas las pruebas, conquistará las tentaciones y gozará del cielo estando aquí en la tierra.

Nuestra esperanza tuvo su origen en la muerte de Jesús en la cruz, cuando resucitó fue confirmada, y cuando ascendió esa esperanza comenzó a convertise en una realidad, y cuando Él venga de nuevo, lo será de una manera aún más clara. Mientras estemos en este mundo lo haremos como peregrinos, y nuestra mesa estará en presencia de los enemigos, pero en el mundo venidero poseeremos la tierra que fluye leche y miel, una tierra de paz y de gozo, donde no se pondrá ya más el sol, ni la luna se ocultará ya más. Hasta entonces vivimos asidos a la esperanza, y nuestra esperanza ha sido depositada en la promesa.



¿A Quiénes Se Aplican Las Promesas?

El Señor es siempre justo y bueno para con sus criaturas, pues forma parte de su naturaleza el serlo. Pero no había necesidad ni en su justicia ni en su bondad de hacer promesas de gracia a aquellos que se rebelaron en su contra. El hombre ha perdido cualquier forma de pretensión sobre su Hacedor, que hubiese creído tener porque ha transgredido la ley pura y santa que estaba obligado a obedecer. Al hombre nada se le debe salvo la recompensa por sus pecados y si Dios tuviese ahora que tratar al hombre de una manera absolutamente justa tendría que condenarle y castigarle. Cualquier cosa que se haga a favor de una criatura culpable procederá tan sólo de la misericordia no merecida y de la soberana bondad de Dios, debiendo de brotar, de manera espontánea, de la buena voluntad y placer del Altísimo. Las promesas de la gracia fluyen del amor ¡limitado de Dios y solamente de Él, pues no sería posible que surgiesen de ningún otro origen. Ni uno solo de entre la raza humana tiene ningún derecho natural a las promesas de bendición, ni el mundo entero se las merece. Dios ha hecho esas promesas a los hombres por su propio libre albedrío y porque así le ha placido, sin que haya otro motivo que no sea el amor que brota de su interior.

Él ha escogido hacer las promesas a personas determinadas, que en el proceso del tiempo son descubiertas por la fe que han depositado en Él. Aquellos que Dios ha escogido son guiados por el Espíritu Santo a escoger a Dios y su camino de salvación por la fe en Jesucristo. Aquellos de los elegidos que llegan a los años de la discreción son guiados a la fe en Jesús y todos los que tienen fe en Él pueden llegar a la conclusión de que, sin lugar a duda, pertenecen al número de los escogidos, a los cuales son dadas las promesas. Para aquellos que viven y mueren en incredulidad no existe promesa alguna de parte de Dios, pues estas personas no se encuentran bajo la gracia, sino bajo la ley, y a ellos pertenecen las amenazas y no las promesas. Estos prefieren otra manera de tratar las cosas que no es la gracia de las promesas, y a la postre perecer por haber escogido algo tan insensato. Los escogidos del Señor son guiados a dejar de lado su propio orgullo y la confianza en sí mismos y en sus méritos, y van por el camino de la fe, pudiendo, de ese modo, encontrar descanso para sus almas. El creer en la palabra de Dios y confiar en Aquel que Dios ha enviado para ser nuestro Salvador puede parecer algo de poca importancia, pero no es así; es la señal de la elección, el indicio de la regeneración, la marca de una gloria venidera. De manera que el creer que Dios es verdadero y descansar nuestros intereses eternos en su promesa, nos habla de un corazón reconciliado con Dios, un espíritu en el cual está presente la semilla de la perfecta santidad.

Cuando creemos en Dios tal y como se ha revelado por medio de Cristo Jesús, creemos en todas sus promesas. El depositar la confianza en la Persona implica confiar en todo lo que dice y, por ello, aceptamos todas las promesas de Dios como algo seguro y cierto. No es posible confiar en una promesa y dudar de la otra, sino que confiamos que cada una de ellas es verdad y creemos que esa verdad se aplica a nosotros en lo que se refiere a nuestras condiciones y circunstancias. Argumentamos a partir de afirmaciones generales que tienen una aplicación determinada. Aquel que ha dicho que salvaría a todo el que creyese en El, me salvará a mí porque yo creo en Él, y todas las bendiciones que ha prometido dar a los creyentes me las concederá también a mí como creyente. Éste es un razonamiento sólido y por medio de él justificamos la fe por medio de la cual vivimos y encontramos consuelo. No porque yo me merezca nada, sino porque Dios ha prometido libremente dármelo en Cristo Jesús y, por tanto, lo recibiré. Ése es el motivo y la base de nuestra esperanza.

De entrada uno se pregunta por qué no todos los hombres creen en Dios. Parecería como si la señal de la elección divina hubiese de ser algo universalmente presente porque Dios no puede mentir y no hay motivo para sospechar que pueda cambiar o que deje de cumplir su palabra. Pero el corazón del hombre es tan falso que el hombre duda de su Hacedor. Odia a su Dios y por eso no cree en Él. La señal más segura de la enemistad natural del hombre en contra de Dios es que éste se atreva a acusar de falsedad a Aquel que es la verdad misma. «El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo» (1 Jn. 5:10).

La confianza auténtica y práctica en el Dios vivo, por fácil que pueda parecer, es una virtud que no fue nunca practicada por un corazón que no ha sido regenerado. La gloriosa expiación hecha por el Hijo de Dios encarnado merece la confianza de toda la humanidad. Nos hubiésemos imaginado que el pecador estaría dispuesto a lavarse en esa fuente limpiadora y que, sin dudar, hubiese estado dispuesto a creer en el divino Redentor, pero no es así ni mucho menos. Los hombres no están dispuestos a venir a Cristo para poder tener la vida, y antes prefieren confiar en cualquier cosa que en el sacrificio hecho por Jesús. Hasta que el Espíritu Santo no realiza un milagro en el hombre no confiará en el gran sacrificio que Dios ha provisto y aceptado para acabar Con la culpabilidad. Por eso es por lo que este hecho sencillo de la fe se convierte en la característica que distingue a los escogidos del Señor y ninguna otra es tan infalible: «el que cree en Él tiene vida eterna.» Los sentimientos y los hechos podrán muy bien como evidencia de ello, pero la evidencia por excelencia del interés en la promesa de Dios es la fe en Él. «Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia.» Hubo otras muchas cosas buenas en el carácter del patriarca, pero ésta fue la decisiva: creyó en Dios. De hecho, ésa fue la raíz de todo lo demás que fue digno de alabanza en Abraham.

Los hombres que poseen la sabiduría del mundo desprecian la fe y la contrastan con la acción virtuosa, pero esta comparación no es justa. Igual podríamos comparar una fuente con un arroyo o el sol con su propio calor. Si la auténtica fe es la madre de la santidad, que la madre gracia reciba la alabanza por causa de sus descendientes y que no se la compare de otro modo. Un razonamiento tan injusto procede de una malicia injustificada. Si los hombres amasen los buenas hombres tanto como dicen, amarían la fe que producen.

Dios ama la fe porque le honra y también por que por ella se produce la obediencia en Él, y esa obediencia incluye el amor hacia nuestros semejantes. La fe es mucho más de lo que parece a primera vista. En un sentido es la mayor de todas las buenas obras, como nos ha enseñado nuestro Señor Jesús. Los judíos le dijeron (Jn. 6:28, 29): «¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?» De buena gana hubiesen puesto en práctica esas obras de Dios, obras muy por encima de las demás y aprobadas por el Señor. Jesús les contestó: «Esta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado. » Como si les estuviese diciendo que la obra más divina y aprobada que podrían realizar sería la de creer en el Mesías, pues el depositar nuestra fe en el Señor Jesús sería la máxima virtud. Los hombres orgullosos podrán burlarse, pero esta afirmación es cierta. « Sin fe es imposible agradar a Dios », pero « el que cree en Él no es condenado ». La promesa es para el que cree en ella, y para él se cumplirá. El que la abraza será abrazado por ella Í El que acepta a Cristo será aceptado por Él. El que cree será realmente salvo.


La Promesa,Un Don Gratuito

«Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas»  (2 Pedro 1:4).

Obsérvese la palabra «dado» que utiliza Pedro. « Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas.» Somos deudores delante de Dios por todo cuanto tenemos por el don de Dios. Vivimos gracias a la caridad divina. Todo cuanto tenemos lo hemos recibido como un don y todo cuanto hayamos de tener lo recibiremos del mismo modo. « La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna.» Somos incapaces de ganarnos nada, pero Dios puede darnos todas las cosas. La salvación ha de ser todo un don, un don gratuito, un don que no nos merecemos, un don espontáneo del amor divino. La promesa de la salvación es de la misma naturaleza.

«Más bienaventurada cosa es dar que recibir» y el que es más bendito de todos, el Dios siempre bendito, se deleita en dar. El dar forma una parte tan natural de Dios como lo es para el sol brillar o para un río fluir. ¡Cuán grande bendición tenemos al ser receptores! Esto queda grandemente enfatizado cuando meditamos en lo necesario que es que recibamos porque las cosas que necesitamos son tales que si no las obtenemos estamos perdidos y perdidos para siempre. Estamos sin vida, sin luz, sin esperanza, sin paz, si no tenemos a Dios. Si Dios no nos da conforme a las riquezas de su gracia, estaremos peor que desnudos, pobres y miserables, estaremos totalmente perdidos ' No es posible que merezcamos esos dones tan ricos. Incluso aunque nos mereciésemos algo, tendríamos que recibirlo sin dinero y sin precio. Una promesa hecha por Dios debe de ser una merced de su gracia, pues no podemos demandar que Dios nos prometa su favor y las bendiciones sin precio que contienen.

Esto nos enseña la postura que hemos de adoptar porque el orgullo no le pega a los que dependen Se otros. Aquel que ha de vivir gracias a los dones debe de ser humilde y estar agradecido. Somos mendigos que hemos de colocarnos a la puerta de la misericordia. Nos sentamos todos los días a la puerta del templo a pedir limosna y no de los que entran a adorar, sino de Aquel a quien adoran los ángeles. Siempre que pasa el Señor pedimos, y El nos da y no nos quedamos sorprendidos por el hecho de recibir de su amor porque nos ha prometido darnos grandes misericordias. Él nos enseñó a decir: «Danos hoy nuestro pan cotidiano», y, por lo tanto, ni nos sentimos avergonzados ni asustados por tener que pedirle todas las cosas. Nuestra vida es de dependencia y nos deleitamos en que así sea. Es dulce recibir todas las cosas de manos de nuestro Señor crucificado. Bendita sea la pobreza que nos conduce a la riqueza de Cristo. Nada nos ganamos, pero todo lo recibimos, siendo tres veces bendecidos por tener que participar, hora tras hora, del don de Dios. «Nos ha dado preciosas y grandísimas promesas. »

Amados míos, esta enseñanza respecto a que la promesa es un don debiera de servirnos de estímulo, especialmente si nos sentimos perdidos y estamos dispuestos a admitir que estamos espiritualmente en la bancarrota. Para los que así se encuentran es una palabra de buen ánimo, pues todo se nos da gratuitamente y proviene de la mano de Dios. ¿Por qué no habrá de darles a ellos como a los que están necesitados? Aquellos de nosotros que nos gozamos en Dios hemos recibido todas las cosas como un don gratuito, ¿por qué no habrían de recibirlo otras personas? Se dice: « nada hay más gratuito que un don»; ¿por qué no habría de recibir mi lector como lo hago yo? Para la persona que está dispuesta a dar, la pobreza, por parte del que ha de recibir, debe de ser una recomendación en lugar de ser un obstáculo. Venid, vosotros, los que no tenéis mérito alguno, Cristo será vuestro mérito. Venid vosotros, los que no poseéis la justicia, Él será vuestra justicia. Venid vosotros, los que estáis cargados de pecado, y el Señor perdonador os librará de vuestro pecado. Venid, los que estáis totalmente desamparados, y seréis ricos en Jesús. El papel de mendigos os irá bien y prosperaréis en El, porque veo que padecéis un hambre cruel y que vuestros bolsillos están vacíos. El que no puede sacar nada no debe de avergonzarse de mendigar, pues el mendigo no necesita oficio. «Los zapatos viejos están llenos de remiendos», y los trapos viejos que lleva gastados Y mal olientes, lo cual es un atuendo apropiado para un mendigo. ¿No está usted vestido de ese modo espiritualmente hablando? Cuanto más pobre sea un desgraciado, más bienvenido será a la puerta de la caridad divina. Cuanto menos tenga usted de sí mismo, más bienvenido será ante Aquel que da gratuitamente y no reprende.

«Venid, oh necesitados, venid y bienvenidos, glorificad el don gratuito de Dios; la verdadera fe y el verdadero arrepentimiento, toda gracia que nos acerca, sin dinero, venid a Cristo y comprad.»

Sí, es un don. Éste es el evangelio que somos enviados a predicaros: «De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él crea no se pierda, mas tenga vida eterna.» «Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo» (1 Jn. 5:11). Por parte de Dios todo es dar, y por la nuestra todo es recibir. La promesa ya fue hecha y lo fue de manera gratuita y se cumplirá también de manera gratuita. Dios no empieza dando para luego cobrar un precio. No hay que pagar una comisión al recibir la gracia. Él ni pide ni recibe un solo centavo, porque su amor no es otra cosa que un regalo y como tal podemos aceptar su promesa, pues Él no se degradará a sí mismo escuchando a otros términos diferentes.

La palabra dada en el texto es una invitación clarísima a los más pobres de entre los pobres. ¡Ojalá muchos supiesen aprovecharla! La gran campana suena para que todos los que la oyen vengan a la mesa abundante y escuchen y se aproximen. De manera gratuita, según las riquezas de su gracia, Dios promete salvación y vida eterna a todos los que creen en su Hijo, Jesucristo. Su promesa ha sido hecha en firme y es segura, ¿por qué no quieren los hombres creer en ella?

Lector, ¿qué tiene usted que decir a la promesa a a gratuitamente a todos los creyentes? ¿Está usted dispuesto a creer en ella y a vivir conforme a la misma?



Jesús y Las Promesas

«Porque todas las promesas de Dios son en el Sí y en el amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios» (1 a Corintios 1:20).

Jesús, nuestro Señor, está siempre íntimamente relacionado con el camino de la promesa. De hecho Él es « el camino, la verdad y la vida » y ningún hombre puede venir al que ha sido fiel en sus promesas si no lo hace por medio de Jesucristo. No podríamos concluir este pequeño librito sin haberle dedicado antes un capítulo a Él. Nuestra esperanza es que el lector no intente obtener consuelo de algunas de las palabras que hemos escrito, ni siquiera de la Palabra de Dios mismo, a menos que lo reciba por medio de la persona de Jesucristo. Aparte de Él la Escritura no contiene nada que sirva para que el alma del hombre pueda vivir. Ésta es, en realidad, la falta que muchos cometen, pues escudriñan las Escrituras creyendo que en ellas encontrarán la vida eterna, pero no están dispuestos a venir a Cristo, para poder tener esa vida. No seamos nosotros insensatos como esas personas. Vengamos a Jesús día tras día, sabiendo que le ha placido al Padre que en Él esté toda la plenitud. Solamente cuando le conocemos a Él podemos conocer la luz, la vida y la libertad de los herederos de la promesa, y en el momento en que nos alejamos de Él somos esclavos. ¡Que Él nos conceda la gracia para que permanezcamos en Él, a fin de que podamos tener todas las cosas buenas del pacto que fue hecho con nosotros en Él!

Jesús es la puerta de la promesa. Por medio de Él el Señor puede cumplir lo dicho a favor de los hombres que son culpables. No fue hasta que «la semilla de la mujer» fue nombrado como Mediador entre Dios y los hombres que los mensajes de consuelo pudieron ser enviados a una raza que le había ofendido. Dios no tuvo palabra alguna para los pecadores hasta que la palabra de Dios fue hecha carne y habitó entre los hombres. Dios no podía comunicar su mente de amor a los hombres excepto a través de Jesús, que es la palabra. De la misma manera que Dios no pudo venir a nosotros aparte del Mensajero del pacto, tampoco nosotros podíamos acercarnos a El aparte del Mediador. Nuestros temores nos alejan del Santo hasta que vemos en el Hijo de Dios a un Hermano lleno de ternura y simpatía. La gloria de la divina Trinidad nos intimida hasta que vemos el resplandor más dulce del Dios encarnado. Podemos venir a Dios gracias a la humanidad de su Hijo y de manera especial por esa humanidad que tuvo que sufrir y morir a nuestro favor.

Jesús es el resumen de todas las promesas. Cuando Dios prometió darnos a su Hijo para que fuese nuestro, nos dio en Él todo cuanto era necesario para nuestra salvación. Todos los dones buenos y perfectos se encuentran en la persona, la obra y el testimonio de nuestro Redentor. Todas las promesas se encuentran «en ÉI». Si fuese posible sumarlas o hacer un enorme catálogo de todas las bendiciones que nos garantizan, podríamos ahorrarnos el trabajo, y estar contentos con saber que éste es el total final: el Señor nos ha dado a su Hijo Jesús. De la misma manera que todas las estrellas están en los cielos y todas las olas están en el mar, todas las bendiciones del pacto están en Cristo. No se nos ocurre ninguna bendición auténtica que podamos obtener fuera de nuestro Señor, porque Él es el todo en todos. Todas las perlas deben ir enlazadas en Él, y en su joyero se encuentran todas las piedras preciosas.

Jesús es la garantía de las promesas. El que no escatimó a su propio Hijo no negará nada a su pueblo. Si Él hubiese tenido la intención de retirarnos su favor, lo hubiese hecho antes de realizar el infinito sacrificio de su Hijo unigénito. No Podemos nunca alberga y la sospecha de que el Señor vaya a revocar ninguna de sus promesas, ya que ha cumplido la mayoría de ellas y la que más le costó. «¿Cómo no nos dará con Él todas las cosas?»

Jesús es el que confirma las promesas. Son «en El sí y amén». El hecho de que entrase en nuestra naturaleza, que se convirtiese en nuestra Cabeza federal y que cumpliese todas las estipulaciones del pacto, han hecho que todos los artículos del compendio divino sean firmes y perdurables. Dios no es solamente amable, sino que es un Dios justo que mantiene las promesas que ha hecho a los hombres. Desde que Jesús ha pagado la cuenta, a favor del hombre, como plena recompensa del divino honor que había sido afrentado por el pecado, la justicia de Dios se ha unido a su amor para que se efectúe cada una de las palabras de la promesa. De la misma manera que el arco iris nos garantiza que el mundo no volverá nunca más a ser destruido por un diluvio, Jesús es nuestra garantía de que las inundaciones del pecado humano nunca podrán ahogar la fiel ternura del Señor.

Él ha ampliado la ley y la ha hecho honorable, y debe de ser recompensado por los sufrimientos de su alma y, por lo tanto, todas las cosas buenas deben de alcanzar a aquellos a favor de los cuales murió. Resultaría un desquiciamiento y una dislocación de todas las cosas si las promesas no fuesen ya de ningún efecto después de todo lo que ha hecho el Señor para que éstas fuesen activas. Si nosotros realmente somos uno con el Señor Jesucristo, las promesas son tan seguras para nosotros como es el amor del Padre para el Hijo.

Jesús es el que recuerda las promesas. Él suplica a Dios en nuestro favor, y su súplica es la promesa divina. «Hizo intercesión por los transgresores.» El Señor ha hecho muchas buenas cosas a nuestro favor, y nosotros podemos venir a Él pidiéndole estas cosas, y para que nuestra súplica se pueda realizar bajo las circunstancias más favorables el mismo Señor Jesús se convierte en Intercesor nuestro. Por causa de Sión no deniega su paz, sino que día y noche se acuerda del pacto eterno y de la sangre mediante la cual fue sellado y ratificado. Detrás de cada una de las promesas está el Sumo Sacerdote, vivo, suplicando y prevaleciendo a favor de sus hijos. Puede que a nosotros se nos olvide la fiel promesa, pero a Él no. Él presentará el incienso de su mérito y la intercesión ante Dios a nuestro favor, en aquel lugar detrás del velo donde ejerce una intercesión omnipotente.

Jesús es el Cumplidor de las promesas. Su primera venida trajo consigo la mayor parte de las bendiciones que el Señor había ordenado por adelantado para los suyos, y la segunda nos traerá el resto. Nuestras riquezas espirituales están unidas con su persona, siempre adorable. Porque Él vive nosotros también viviremos, y porque Él reina nosotros también reinaremos. Porque Él es aceptado nosotros también lo seremos. Pronto, cuando Él se manifieste, también lo seremos nosotros, y gracias a su triunfo triunfaremos también nosotros. Seremos glorificados en su gloria. Él es el Alfa y la Omega de las promesas de Dios y en Él hemos encontrado la vida como pecadores y en Él encontraremos la gloria como santos. Si Él no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe, y si no viene una segunda vez nuestra esperanza no es otra cosa que un mero espejismo, pero gracias a que ha resucitado de los muertos nosotros somos justificados, y debido a que Él habrá de venir, rodeado por la gloria del Padre, también nosotros seremos glorificados.

Lector, ¿qué tienes tu que ver con Cristo?

Todo dependerá de la respuesta que des a esta pregunta. ¿Confías tú solamente en Él? Entonces el Señor ha prometido bendecirte y hacerte bien, y Él te sorprenderá por el modo en que lo hará. Nada es demasiado bueno para el Padre a la hora de dar al hombre que se deleita en su Hijo Jesús.

Por otro lado, ¿confías tú en lo que tú haces, en tus sentimientos, en tus oraciones y en las ceremonias? Si es así estás bajo las obras de la ley y, por tanto, bajo la maldición. Fíjate en lo que dijimos con anterioridad acerca de la semilla de Agar, la esclava, y adivina cuál será la suerte que te espera. ¡Oh, que estuvieses dispuesto a dejar la casa de la esclavitud y huyeses a buscar refugio a la casa de la gracia, que es gratuita, y te convirtieses en uno al cual pudiese Dios bendecir!

¡Según la promesa!

¡Que Dios te conceda su gran favor por amor del Señor Jesucristo! Amén.